Por: Sergio Ramírez Tafur, docente del programa de Economía de la Universidad
de América.
En Colombia, todos los ciudadanos tenemos el deber constitucional de contribuir al
sostenimiento del Estado a través del pago de impuestos. Sin embargo, también es
claro que los tributos no pueden ser creados, modificados ni cobrados de manera
arbitraria. El artículo 150 de la Constitución establece que la potestad tributaria
recae exclusivamente en el Congreso de la República. Esta reserva legal responde
a un principio esencial en toda democracia: solo los representantes elegidos por el
pueblo pueden decidir sobre el destino de su dinero.
En este contexto, la retención en la fuente aparece como una figura que merece una
revisión crítica. Se trata de un mecanismo que permite al Estado anticipar el
recaudo de impuestos —en particular, el de renta— antes de que se cause la
obligación real. Aunque en principio es un procedimiento legítimo de facilitación del
recaudo, su uso intensivo o discrecional puede derivar en una especie de “adelanto
forzoso” del tributo, con implicaciones económicas y jurídicas preocupantes.
¿Qué ocurre cuando se suben las tarifas de retención?
Imaginemos un servicio profesional por el que una persona recibe $100. Si la
retención es del 10%, se le pagan $90, y el 10% restante va al Estado. Si la tarifa
sube al 20%, el pago se reduce a $80. Aunque ese dinero podrá descontarse en la
declaración de renta del año siguiente, en el presente el contribuyente ve reducida
su liquidez, afectando su planeación financiera, flujo de caja e incluso obligándole a
endeudarse. En resumen: el Estado mejora su caja, pero a costa del bolsillo y
estabilidad del ciudadano.
Y lo más relevante: este ajuste no requiere, en la práctica, una nueva ley, sino una
simple resolución administrativa. ¿Puede un cambio con efectos económicos tan
contundentes implementarse por vía reglamentaria sin pasar por el Congreso? La
respuesta, desde una perspectiva constitucional, debería ser un claro no.
La pregunta de fondo es aún más inquietante: ¿para qué necesita el Estado este
adelanto de recursos? Algunos datos son reveladores. Por ejemplo, el Ministerio de
la Igualdad ha ejecutado apenas el 2,5% de su presupuesto en lo corrido del año.
Muchas entidades públicas, en lugar de ejecutar los fondos, los mantienen en
fiducias de baja rentabilidad. Es decir, mientras se exige anticipar recursos a los
contribuyentes, buena parte de ese dinero permanece inmovilizado, generando
rendimientos menores al costo financiero que representa para quienes se ven
forzados a endeudarse para cubrir su déficit de caja.
En la práctica, se está exigiendo al ciudadano que financie la ineficiencia estatal. Y
lo hace en un marco normativo cuestionable, porque el principio de legalidad
tributaria implica que ningún impuesto —ni sus anticipos— puede cobrarse sin que
medie aprobación del Congreso. Además, todo cambio tributario debe aplicarse a
partir del inicio del siguiente ejercicio fiscal, conforme al principio de irretroactividad,
lo cual, en este caso, significaría el 1 de enero de 2026, si el Congreso aprueba el
cambio antes del 31 de diciembre de 2025.
¿Pan para hoy, hambre para mañana?
Más allá del marco legal, existen efectos fiscales a mediano plazo. Si hoy se
aumenta la retención en la fuente, el próximo año el recaudo neto disminuirá, pues
los contribuyentes descontarán ese pago anticipado. En otras palabras: se hipoteca
el ingreso futuro para solventar el presente. Esto podría llevar a una desfinanciación
de los programas sociales, forzando al Gobierno a presentar una nueva reforma
tributaria, con más impuestos, usualmente “temporales”, que en la práctica se tornan
permanentes.
La retención en la fuente no es, per se, una figura negativa. Pero su uso discrecional
como herramienta de liquidez inmediata plantea serias dudas en términos de
legalidad, eficiencia económica y equidad. Es deber del Estado actuar con
responsabilidad fiscal, pero también con respeto por los principios constitucionales y
la sostenibilidad financiera de sus ciudadanos.
Aumentar la retención sin debate parlamentario, sin planificación de gasto y sin
claridad en la ejecución es —en el mejor de los casos— una política fiscal miope; y
en el peor, una vulneración del contrato social en que se funda el Estado de
Derecho.