Por: Heidy Melissa Bautista, docente de Ingeniería Industrial de la Universidad de
América.
Vivimos una era sin precedentes marcada por la digitalización acelerada y una
cultura de la inmediatez que impacta profundamente a las nuevas generaciones.
Hoy, los estereotipos y aspiraciones se moldean al ritmo de TikTok, Instagram y
YouTube, donde la figura del influencer se presenta como el nuevo ideal de éxito.
La promesa de monetización instantánea seduce a millones de jóvenes que,
alentados por discursos de emprendimiento y libertad creativa, ignoran muchas
veces que detrás de los casos exitosos hay estructuras de formación sólidas,
conocimiento técnico y, sobre todo, trabajo estratégico sostenido.
En paralelo, la inteligencia artificial (IA) avanza a pasos agigantados. Es capaz de
generar textos, componer música, crear imágenes, depurar códigos, ofrecer
diagnósticos preliminares y asistir en procesos jurídicos. Frente a este panorama,
surge una pregunta legítima y cada vez más común entre estudiantes: ¿tiene
sentido seguir estudiando en un mundo donde “las máquinas” parecen hacerlo
todo?
Esta duda no es trivial ni debe despacharse con juicios morales o respuestas
simplistas. La cuestión central es el lugar que le damos hoy a la educación, no
solo como mecanismo de transmisión de información, sino como proceso
formativo integral, profundamente humano. La educación moldea el pensamiento
crítico, la ética, la capacidad de deliberar, de entender contextos y de actuar con
responsabilidad en entornos cada vez más complejos.
Es cierto que el acceso a la información está más democratizado que nunca, pero
información no es conocimiento, y conocimiento no es sabiduría. Un vídeo
de 30 segundos puede ser entretenido o incluso instructivo, pero difícilmente
contribuye a desarrollar pensamiento complejo o habilidades de análisis profundo.
Del mismo modo, los algoritmos que gobiernan la inteligencia artificial no razonan
ni comprenden: clasifican datos, detectan patrones, predicen comportamientos.
Pero carecen de conciencia, intención y juicio ético.
Por eso, más que nunca, es urgente una educación que enseñe no solo a usar
herramientas tecnológicas, sino a comprender sus fundamentos, sus implicaciones
sociales, políticas y culturales. Una educación que prepare para aprender a
aprender, para integrar saberes diversos, para pensar sistémicamente, para
cultivar la creatividad y la ética, precisamente aquellas habilidades que ningún
algoritmo puede replicar.
El debate no debería plantearse como una dicotomía entre “ser influencer” o “todo
lo hace la IA”. La verdadera pregunta es: ¿qué tipo de sociedad queremos
construir? ¿Una gobernada por métricas de popularidad y automatización, o una
que valore el conocimiento como bien público y motor de transformación?
Estudiar, hoy, no es una opción obsoleta, sino un acto de resistencia. En un
entorno digital que homogeneiza discursos y simplifica la realidad, formarse
críticamente es una forma de reclamar el derecho a comprender el mundo, no solo
a consumirlo. Es una apuesta política, ética y profundamente humana por la
libertad de pensamiento, la dignidad y la justicia.
Sí, estudiar todavía vale la pena. Y más que nunca, es una necesidad urgente
para quienes aspiran no solo a habitar el mundo, sino a transformarlo.